14-05-2015 13:14
No existe, pero has estado allí
El camino que se adentra en la selva de Makna transcurre por un barranco que serpentea besando un lago regado por espectaculares cataratas. La estampa resultaba tan impresionante que cuando un arcoíris comenzó a formarse en las entrañas de aquellas precipitaciones monumentales decidí buscar una ubicación más adecuada para contemplar el paisaje. Y tras recrearme en la vistas, asomado al borde del acantilado y a una altura considerable, tomé una decisión completamente gilipollas y salté al vacío. La inteligencia artificial que controlaba a los otros dos integrantes de la expedición suspiró al ver a su líder hacer el lemming en el acantilado y resignada pero diligente tomó el mismo atajo suicida saltando tras mi personaje. El séquito de aventureros afrontó con dignidad la caída, escudado en las leyes del videojuego que dictan que un chapuzón de varios centenares de metros no implica una tortilla humana flotando en la superficie, y una vez reunido a remojo en las aguas encaró aquellas cataratas en la distancia para comenzar a nadar sabiendo que llegar hasta ellas llevaría su tiempo.
Unos minutos más tarde había logrado cruzado el lago para comprobar orgulloso que, como advertía el instinto, allí no había absolutamente nada interesante. Más allá de un par de objetos aleatorios y un islote la localización tan solo ofrecía una pared coronada por cataratas inexpugnables. Aquel desvío de la aventura parecía no haber tenido sentido alguno, la historia del juego no daba ninguna razón para hacer el cabra arrastrando al grupo hasta aquel rincón, pero lo cierto es que respondía a una curiosidad espacial: quería comprobar que aquellas montañas y sus cataratas ocupaban un espacio real en ese mundo virtual aunque escalarlas fuese imposible. Verificar que no eran un simple cuadro pintado sobre un muro como aquellos contra los que el Coyote se estrella una y otra vez creyendo que la carretera desemboca en la lejanía. Confirmar que en el fondo existían.
Todo esto ocurría en Xenoblade Chronicles, un RPG japonés que resultó enorme en varios sentidos: era un juego desmesurado en ambiciones y quizás el mejor JRPG en años, de aquellos que presentan una epopeya monumental y cuyo desarrollo supera con tranquilidad el centenar de horas cuando aún no se adivina cercano el desenlace. Y sobre todo era inmenso en extensión al desplegar centenares de kilómetros de un mundo que patearse a la carrera. Y esa extensión absurda tenía el doble de mérito al tratarse de un juego de Wii, una consola que técnicamente estaba a varias millas de distancia de sus competidoras contemporáneas. Pero la desventaja técnica no impedía asombrar al viajero: la Pierna de Bionis, aquella Selva de Makna, el Mar de Eryth y los colores que ofrecía su nocturnidad o La Linde eran parajes en los que quedarse embobado contemplando cómo avanza el ciclo de día/noche y presenciando en ocasiones fenómenos como la lluvia de estrellas que ponían un lazo al conjunto.
Xenoblade Chronicles se ha reencarnado en la portátil New Nintendo 3DS en forma de port exclusivo para el sistema, algo que se agradece bastante porque la dificultad para encontrar el original, debido a una distribución limitada, había llevado a que los precios por una copia empezasen a derivar peligrosamente hacia el mercado de órganos humanos en eBay y tiendas de pujas similares. La versión de New 3DS es digna de alabanza pero al mismo tiempo demostraba que la aventura estaba pensada para una pantalla grande, incluso con la limitada resolución de la consola blanca de Nintendo: el marco de la portátil parece quedarse pequeño al intentar contener la inmensidad de aquellas crónicas.
En uno de los vídeos promocionales de Xenoblade Chronicles X, la siguiente entrega de la serie para Wii U, las imágenes mostradas del juego se centraban en ensalzar lo gigantesco y abrumador del mundo con una cámara alejada de los protagonistas. Porque en el fondo lo que buscamos es eso, mundos que sabemos que no existen pero que queremos pisar.
Fuente y resto del artículo
El camino que se adentra en la selva de Makna transcurre por un barranco que serpentea besando un lago regado por espectaculares cataratas. La estampa resultaba tan impresionante que cuando un arcoíris comenzó a formarse en las entrañas de aquellas precipitaciones monumentales decidí buscar una ubicación más adecuada para contemplar el paisaje. Y tras recrearme en la vistas, asomado al borde del acantilado y a una altura considerable, tomé una decisión completamente gilipollas y salté al vacío. La inteligencia artificial que controlaba a los otros dos integrantes de la expedición suspiró al ver a su líder hacer el lemming en el acantilado y resignada pero diligente tomó el mismo atajo suicida saltando tras mi personaje. El séquito de aventureros afrontó con dignidad la caída, escudado en las leyes del videojuego que dictan que un chapuzón de varios centenares de metros no implica una tortilla humana flotando en la superficie, y una vez reunido a remojo en las aguas encaró aquellas cataratas en la distancia para comenzar a nadar sabiendo que llegar hasta ellas llevaría su tiempo.
Unos minutos más tarde había logrado cruzado el lago para comprobar orgulloso que, como advertía el instinto, allí no había absolutamente nada interesante. Más allá de un par de objetos aleatorios y un islote la localización tan solo ofrecía una pared coronada por cataratas inexpugnables. Aquel desvío de la aventura parecía no haber tenido sentido alguno, la historia del juego no daba ninguna razón para hacer el cabra arrastrando al grupo hasta aquel rincón, pero lo cierto es que respondía a una curiosidad espacial: quería comprobar que aquellas montañas y sus cataratas ocupaban un espacio real en ese mundo virtual aunque escalarlas fuese imposible. Verificar que no eran un simple cuadro pintado sobre un muro como aquellos contra los que el Coyote se estrella una y otra vez creyendo que la carretera desemboca en la lejanía. Confirmar que en el fondo existían.
Todo esto ocurría en Xenoblade Chronicles, un RPG japonés que resultó enorme en varios sentidos: era un juego desmesurado en ambiciones y quizás el mejor JRPG en años, de aquellos que presentan una epopeya monumental y cuyo desarrollo supera con tranquilidad el centenar de horas cuando aún no se adivina cercano el desenlace. Y sobre todo era inmenso en extensión al desplegar centenares de kilómetros de un mundo que patearse a la carrera. Y esa extensión absurda tenía el doble de mérito al tratarse de un juego de Wii, una consola que técnicamente estaba a varias millas de distancia de sus competidoras contemporáneas. Pero la desventaja técnica no impedía asombrar al viajero: la Pierna de Bionis, aquella Selva de Makna, el Mar de Eryth y los colores que ofrecía su nocturnidad o La Linde eran parajes en los que quedarse embobado contemplando cómo avanza el ciclo de día/noche y presenciando en ocasiones fenómenos como la lluvia de estrellas que ponían un lazo al conjunto.
Xenoblade Chronicles se ha reencarnado en la portátil New Nintendo 3DS en forma de port exclusivo para el sistema, algo que se agradece bastante porque la dificultad para encontrar el original, debido a una distribución limitada, había llevado a que los precios por una copia empezasen a derivar peligrosamente hacia el mercado de órganos humanos en eBay y tiendas de pujas similares. La versión de New 3DS es digna de alabanza pero al mismo tiempo demostraba que la aventura estaba pensada para una pantalla grande, incluso con la limitada resolución de la consola blanca de Nintendo: el marco de la portátil parece quedarse pequeño al intentar contener la inmensidad de aquellas crónicas.
En uno de los vídeos promocionales de Xenoblade Chronicles X, la siguiente entrega de la serie para Wii U, las imágenes mostradas del juego se centraban en ensalzar lo gigantesco y abrumador del mundo con una cámara alejada de los protagonistas. Porque en el fondo lo que buscamos es eso, mundos que sabemos que no existen pero que queremos pisar.
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